En poco se parecen a octubre estas mañanas, mas son mañanas frágiles y saben a corteza de humo campesino, a convicción rural, a incertidumbre en rama y de esta voz de liquen han caído estas hifas sin valor ni sustancia.

-Aurelio González Ovies-

viernes, 21 de octubre de 2011

Deseos paganos


Poemas que filtren en la rutina y nos originen sensaciones misteriosas y deseos paganos. Versos anchurosos que enfurezcan al déspota y lo entristezcan hasta su fin irreparable. Versos sanadores que abran como la luz de la mañana de un día hermosísimo y nos draguen hasta el más recóndito de los remordimientos y nos impidan caer en las garras del pesimismo y la consternación. Poemas impresos en los ágiles lomos de la brisa y en las certeras jabalinas del eco reverberante.

Versos que revienten como una presa colérica y arrasen las trabas y las plantaciones de cábalas y contrabandos, donde han enraizado la tribulación y la orfandad; y salpiquen la superficie del mundo con su verdad necesaria y su generosidad de primavera. Poemas sencillos como la piel de una madre y el talle de la espiga, que nos prenden desde su naturalidad y su bonanza y nos orienten para siempre hacia la luz y la travesía de la lealtad. Versos en concordancia con la lluvia, que calen en la sed y desmientan la forzosa sequía y sus rentables extensiones.

Versos con vegas para asentar la mejor parte de nuestras vidas, los días más deliciosos de la infancia, lejos de la contrariedad y la disensión, donde nos sea suficiente el arroyo que se despeña sin tregua, la sombra inestimable de algún roble copudo y la munificencia de la tierra, bordeada de clima y pájaros y nubes quebradizas que nunca han de volver. Poemas con lo que hemos olvidado desde que ya no estamos a solas con nosotros. Con lo que nunca hubiéramos confesado de no ser por la tarde aquella en la que me hundí en tus ojos y arribé en los parajes del amor.

Versos para enmudecer y obstruir las cavidades de la falsedad, para suplantar la lasitud y la reprensión. Poemas cría en los campanarios de la voz, en las altas techumbres de febrero, para que no concluyan jamás la alada estirpe de la libertad ni la erguida curiosidad. Poemas imperecederos, como el incesante oleaje de Odiseo, como la armónica cadencia de las cítaras, como las huellas suaves de Nausícaa, como la silenciosa espera de las islas o los rasgos sonoros de la Eneida. Versos, apartados del miedo y de la muerte y de los seres ignominiosos, que no merecen ser mirados ni oídos ni amparados por su sangre asesina e insaciable. Poemas para la vida, desde que nace hasta que se extingue inexorable y débil.

La Nueva España, 9 febrero 2011.

No sólo en noviembre


No voy a ir al cementerio, madre, en ese día en que hay tantos vivos mirando a tantos vivos al lado de los muertos, con la excusa de los muertos. Te he dejado unas flores el domingo pasado y un beso, como siempre, desde cerca o desde lejos, barbando en agua. No voy a ir, como tú tampoco lo hacías, a dejarme ver, a fingir composturas, a respetar los ritos, a rezar lo que no creo, a efectuar el trámite y pasar el mal trago de tener que cumplir con quien no me apetece, saludar a desgana, explicar que estoy vivo y qué es de mí a los que no se acercan ni te conocen más que en esa mañana de los muertos. No me gusta pisar el cementerio, a no ser cuando, de tarde en tarde, me acechan dudas.

Mi memoria acude a ti a cada instante, mi corazón está lleno de ti. Tú sigues siendo mi madre, porque yo soy hijo tuyo, porque surgí de ti, de la carne de tu carne, de las profundidades de tu ser. Tú sigues siendo mi rosa de los vientos, mi nombre sobre todos los nombres. Mi poesía te busca, te llama en cada verso, te eleva en cada ritmo. Mi palabra, con hebras de tu Luz, enciende las metáforas en que escondo la ausencia, alumbra los poemas en que vacío el dolor. Estás en cada verso, en cada línea, en cada espacio en blanco de mis páginas, en cada página en blanco de las que han de venir.

Estás, por más que te hayas ido. Existes, por mucho que te hayamos tabicado. Y sé que aún escuchas el canto de los pájaros y cómo brama en noches la furia de la mar y el brío del nordeste entre los eucaliptos y la sirena ronca de Peñas en la niebla. Percibo que vas siempre al lado mío, caminando conmigo, diciéndome que sí a lo que te comento, diciéndome que ánimo con lo que me propongo.

Percibo que me miras con los ojos cerrados y compartes conmigo los tonos del otoño, las hojas acabadas, la belleza escondida de todo lo que tú me enseñaste a captar, incluso en la tristeza. Aprecio que estás tú detrás de cada puesta de sol, apuntalando el púrpura; detrás de cada flor, filtrando suavidad, sobre los aguaceros, perfilando la lluvia.

A ti te he dedicado las horas más felices de mi vida, los recuerdos más gratos, los libros que mereces. De ti hablo sin tregua y te comparo con el calor en medio del invierno, con el agua más fresca en épocas de sed. Hablo de tu benevolencia y tu capacidad de mansión con las puertas abiertas de par en par. De cuando me esperabas con la luz encendida, incansable y cansada, dormida en una silla en la cocina. De cuando me dejabas, tapadas con un plato, un plato de rosquillas o los higos más tiernos. De cuando me escribías en un papel recetas o marcabas en cajas de pastillas y en frascos de jarabe cuántas tomas.

Hablo sencillamente de tus sencillas cosas: de aquellas dos agujas con un poco de hilo, clavadas en la faldilla de los almanaques. De aquellos imperdibles que tanto te gustaba traer en el mandil. De cuando me peinabas y me echabas aceite en los labios «ariados» y marchaba a la escuela y te decía adiós desde la última curva. Hablo de tu sencillez, de tu nobleza. De aquella inmensidad y aquel sosiego que transmitías a quien se te acercaba. De la serenidad que desprendías. Del afecto y la fe que desbordabas. De aquella comprensión con la que interpretabas el mundo y sus errores, la humanidad y sus maneras, el tiempo y sus adversidades.

Doy a la tierra gracias por haberte tenido entre los brazos como ella te retiene ahora en sus entrañas. Gracias al amor por haberte creado a su imagen. Gracias a la humildad por haberte elegido su más diáfano ejemplo. Gracias a la realidad de tantos sueños en los que me apareces y sonríes, me colocas los cuellos, me acaricias el pelo y, con aquel gesto tuyo de paciencia, me besas y susurras que siga descansando, que tienes que volver, que debes irte. Madre, gracias.



(C) Aurelio González Ovies
La Nueva España, 22 octubre 2008
Voz: María García Esperón
Música: Nightnoise. Bleu
MMXI

Frío febrero


Y cuando me di cuenta ella ya se marchaba. Qué rápido este mundo, qué vida más extraña. Yo nací por febrero, una tarde, un domingo, a la hora del cine. Siempre dice mi padre que saltó de alegría, pero que le trunqué la mejor «vaquerada». Hacía mucho frío, al parecer, y tormenta a menudo y humedad en los cuartos que filtraba en paredes y calaba en las sábanas. Llegué hacia las ocho, con la ayuda de Amable, la partera del pueblo, generosa y dispuesta; y nací en nuestra casa.

Y por eso en febrero, resurjo muchas veces, tras el invierno tardo que me gusta y me rae, mas me mustia y me apaga. En febrero ya hay brotes en los viejos sabugos y luz nueva en las tardes, pertinaz y alargada. Y me huele al calor de la leña en el fuego y al aceite caliente de freír los buñuelos de dulce y calabaza. Febrero es un mes gélido por fuera solamente, pues en todas sus grutas crepitan el fervor de recuerdos hermosos y braseros ocultos bajo la soledad de sus metáforas. Febrero es un mes corto, pero de extensos riegos de frutos venideros y mies prometedora y esperanza.

Y cuando abrí los ojos, ella estaba a mi lado, sonriendo y tapándome en un serón antiguo con las mantas de lana. La veía mayor, casi siempre de luto, muy triste casi siempre, derramando cariño, pero como angustiada. La percibía más vieja entonces que más tarde, cuando crecí y la vi un poco más contenta, pero con un dolor que nunca confesaba, como si conociera que la dicha es tan breve y engañosa que ni siquiera hay tiempo de expresarla. Como aguardando un nuevo hachazo, como temiendo a diario un desengaño, como auspiciando pronto otra patada.

Y por eso en febrero me encierro en mi silencio y rebusco en las arcas de sus fechas sagradas. En febrero me cuesta asomarme a los años y observar que detrás apenas hay presencias, ni huellas ni camino. No permanece nada. Y admitir que el ahora es parecido al ya, a un final repentino, a una muy falsa alarma. Y aceptar que el después es un espacio en blanco, como un feudo vacío posiblemente nuestro, como una heredad nunca adquirida del todo, como una eterna estafa.

Yo nací por febrero, un mes como una deuda. Por eso ahora quisiera tocarla y protegerla y amarla y abrazarla.



(C) Aurelio González Ovies
La Nueva España, 23 febrero, 2011
Voz: María García Esperón
Música: L. Einaudi
MMXI

A la infancia feliz




Niños, niños de todos los puntos / cardinales, queridos niños, / niños desde la mar hasta el desierto: / nacer es tan difícil / que casi es hasta extraño. / Sucede que / no entiendo, / -por más que sumo y resto/ divido y multiplico-, / no logro descifrar esa regla de tres / que llaman sufrimiento; ese dragón infame, / cobarde, malo, indigno, / que apaga con sus garras la luz de vuestro gesto / y apenas os permite ser apenas felices, / feliz como ya nunca / se vuelve nunca a ser / como cuando uno es niño.

Ser feliz debería caminarse en el suelo, / cogerse en una flor, tocarse en los membrillos. / Ser feliz debería caernos de la luz, / comerse en las cerezas, / en las gomas de nata y en los azucarillos. / Pero nos empeñamos en hacerlo difícil, / y no siempre es difícil lo hermoso por sencillo; / bien sencilla es la luna, bien hermoso es un pétalo, / bien sonora la brisa y el canto del jilguero. / Preciosa la niñez de cuerpos tan chiquillos. / Radiante la mirada vuestra de ojos crédulos. / Ser feliz debería ser una obligación, / un derecho, una ley sin frío, / sin faltas de ortografía, / sin dragones ni enanitos.

No sé quiénes manejan las riendas del negocio. / Ni cuántos miserables respaldan la miseria para su beneficio. / No entiendo por qué faltan en un mundo / tan rico, / pan, agua y esperanza, una naranja, un techo, / un plato de ilusiones, un vaso de cariño, / una inyección de amor, una cama o un sueño. / Porque soñar es bueno, y nunca más se sueña / como cuando uno es niño. / Pues es cuando se sueña / que los árboles hablan idiomas vegetales, / que el miedo se enamora y lloran los planetas / y que los reyes brillan por ser tan bondadosos / y que la tierra gira porque tragó una rueda / y que cuando se muere nos suben a un castillo / y que cada camino siempre lleva a una puerta / y que la soledad ya no pone más huevos / porque nosotros mismos le rompemos el nido.

No entiendo cómo pueden borrarnos la sonrisa, / si nunca más se vuelve a sonreír tan limpio. / No entiendo por qué muchos andáis en esqueleto. / No entiendo por qué algunos recitáis el dolor / antes de percibir el propio entendimiento. / Ni entiendo que os enseñen a apretar el gatillo / en vez de acostumbraros a disparar con besos. / No entiendo por qué causa vociferáis la sed / mientras llueven las nubes y descienden los ríos / y aumentan los océanos. / No entiendo que nos sobren tantas comodidades / y haya tantos aprietos.

No me salen las cuentas / -por más que multiplico, divido / y sumo y resto-.

No puedo comprenderlo / aunque sí me lo explico: / ser mayor es tan fácil que puede / ser ridículo, / y a veces se es muy torpe por ser tan exquisito / y a veces se es muy pobre por exceso de excesos / y de tanto tener no tenemos ni alma / y de tanto poseer no poseemos conciencia / y de tanto abarcar ya no abrazamos nada / y de ambicionar tanto nos fallan los principios.

Niños, / el mundo ha de cambiar; / confío en esta gente que vive por vosotros, / confío en vuestro impulso más capaz que el del viento, / confío en los payasos y sus equilibrismos, / confío en los gigantes de vuestros dedos tiernos / y en una libertad para las marionetas / y en una humanidad sin débiles ni altivos / y en los lobos feroces que escapan de los cuentos.

No entiendo, / como oyen ustedes, / muchas cosas, pero / confío, / sí, / soy hombre y / como ustedes, confío.

La hora silenciosa de la siesta



La hora silenciosa de la siesta. El vinagre col que freguen la chapa. Un volador que suena dende Podes. El ganao moscando, los xatinos. Una pila bericiu col rozón. El cartel nun chigre que se trespasa. Les campanes d'Ambiedes tocando a muertu. Un perrín que va coxu, siguiendo al amu. Una bandada páxaros volando. El cielu anaranxando pel poniente. La xente que se xunta nuna casa. El llanto d'una madre dende un cuartu. Una mata d'hortensies al llau del paredón. El cestu de les pinces, les bayetes. Tomates madurando sobre un bancu. Un ñeru d'andarines nel aleru. La llentura que desprendi, al marchar, la funeraria.

Bocines apartada del bulliciu


Bocines apartada del bulliciu. Un platu agorollao pa los pitinos. Una ñube que tapa'l brillu marzu. Una figar de solombra aparrada. Una chaqueta enganchada nun sucu. El tordu col xiblu la primavera. Les rodaes del tiempu sobre'l barro. Una muda secando na baranda. Los llirios de la buelga que despunten. El cuervu solitariu pelos montes. La ñora coles güelles los caballos. Una casería triste y despintada. Les goxes enganchaes d'una viga. Los tiestos colocaos como quiera. Les parigüeles quietes nuna esquina. La pación tienra y verde na tablada.

Manzaneda ente los maizales


Manzaneda ente los maizales. Sacos de piensu basculaos nel suelu. La güela echando al vientu fabaraca. Les vaques que llámbennos una mano. L'amartellar que cabruña los sábados. La gaita que solloza, un pasacalles. Un borrón qu'afuma na distancia. La torre del reló y unes palombes. Un palaciu onde duerme la curuxa. El vuelu d'una pega sobre Vioño. El ñeru de la pega nun ocalito. El columpiu amarráu nuna caña. Un llavaderu llenu xuncos y maleza. El rosal trepador peles estaques. Una radio encendida, les noticies. El golor del pucheru hacia les once. La escalera que sube a la tenada.

Los precipicios qu'alcen al Ferreru. Bañugues despertando, pola espalda. Les escueles zarraes, sin cristales. Un burru a la vera la carretera. Los sanxuanes qu'abriguen cada casa. La mina de Llumeres aburrida. Dalguién qu'esparce guanu prau alantre. Les pataques en flor por tou Verdicio. Dos vecines variando los colchones. Un papel de periódicu con grana. La rueda d'un camión con perexil. Les gamuces nel mango de la escoba. Un cuervu amaestráu sobre una siella. Los xuguetes semaos y un triciclu. La mar col brillu'l sol posáu nel agua.
(La Nueva España, 2 de febrero 2007)

Imaxe a imaxe


Les espigaes paneres de San Jorge. Les chalanes que tán a calamares. El pozu col calderu porcelana. La que llava'l pescao y llueu escámalo. La que saya con pañu y con sombreru. La bolsa'l pan colgada de la puerta. Un grupu rapacinos pa la escuela. L'hachu que rechina en picaderu. Un camisón tendíu y una bata. Botelles apilaes nun carriellu. El socavón rellenu con escombros. Un armariu de lluna tou bicháu. La moto abandonada baxo l'horru. Un puñáu manzanilla y achicoria. Y un montón de cacharros y chatarra.

La espadaña Llaviana allá no alto. Los barcos que van rayando l'horizonte. La lluna que de sópito s'inflama. Cristales sobre'l muru de la güerta. L'esqueletu d'un somier como canciella. La mano que diz adiós a los aviones. La gatina parida ente'l zarru. El pescador que vuelve cola paxa. Dalguién que bate güevos na cocina. Les vaques que regresen mui serenes. Un cantaráu que llega col nordés. Les llaves qu'esperen na zarradura. La marca de los años nuna cara.

Gozón texendo blimes a la fresca. Un duernu onde plantaron una planta. Una poza con munchos renacuayos. La vieyina que tose y después quéxase. El vendedor que trai xuegos de cama. La lleche recudiendo na fardela. El forcáu que tien poles guindales. L'abrigu que ventila nuna percha. Les lluces que se prienden poco a poco. La bombona butanu xunto a la entrada. El cuquiellu posáu nes castañales. La pelleya un raposu nel asfaltu. Los visillos pillaos ente les rexes. El contador del agua na pilastra.

Imaxes. Imaxes. Imaxes. Fueyes qu'arrastra'l vientu a nengún sitiu. Polvu sobre'l terrén que resquebraxa. Imaxes que vapóriense ensiguida. El guah.ín que ta soplando les burbuxes. Los segadores qu'afilen el cansanciu. L'espinazu varáu d'una vapora. La tabla onde se llee «viéndese casa». El fareru que fala a la borrina. La esquila de los díes escurridizos. Los teyaos abombaos de les selmanes. La novia qu'al salir llimpia una llágrima. (La Nueva España, 4 de febrero 2007)

La soledá de Viodo atardeciendo


La silueta Tezán colos depósitos. El carretillu en medio la corlada. Les banderines d'una romería. Unes contraventanes que nun s'abren. Una muyer de lluto escaxinando. La yegua qu'echa fumo poles ñarres. Un coche llinia que crucia la xelada. Una paré d'un cuartu, un crucifixu. Les guah.es que dibuxen un cascayu. El panaderu que pita a lo lloñe. La fresquera col tarru de les nates. Un canariu que canta nuna xaula. Una mesa col hule a la intemperie. Les cascares d'un güevu, la ceniza. El bebederu col mofu y el cañu. La lleña preparada nuna caxa.
(La Nueva España, 4 de febrero 2007)

El rombu más al norte d'esta tierra


 El rombu más al norte d'esta tierra. Estremu más vertical que'l vértigu. La oriella más septentrional del mapa. Senderos que se pierden pela costa. Parroquies enraizaes dende fai sieglos. Conceyu d'etimoloxía de gozu. Cartabón de colleches y rituales. Testimoniu del pasu los romanos. Territoriu de pumaraes y castros. Cementerios orientaos a la solana. El cabu que más sal y más s'estira. El faru qu'alluma sobre la nueche. Andecha de llabriegos y marinos. Siendes peles que naide yá nun pasa. Bravura de la mar contra contra Coneo. Atalaya que llinda col océanu. Imaxes mui antigües de la vida. Imaxes que se mecen como'l fueu. Imaxes que sumiránse na brasa.
(La Nueva España, 4 de febrero 2007)

El campanariu Cardo sobre'l cielu



El campanariu Cardo sobre'l cielu. Perdones escondío ente los valles. Un corredor cola palma de pascua. La fuente con un chorru sede cayendo. El tendeyón con riestres de cebolles. Un carru abandonáu ente los artos. La ropa nun tendal, con azulete. El perru atáu que míranos y lladra. Unes botes de goma nel portal. Los pocillos col flan nuna ventana. Les berces colos tueros espurríos. Un regatu d'orín camín abaxo. Los palos de la lluz, delles esqueles. Les voces de dalguién nuna cuadra. Un molín cola esperanza seca. La lluvia que s'acerca amenazante. L'ecu de los tractores polos praos. La xilguera con un merucu en picu. Los teyaos de Nembro na distancia.
(La Nueva España, 4 de febrero 2007)

Gozón, imaxe a imaxe



El paisanín que va cola gadaña. Les sábanes al verde nuna llosa. La portiella madera medio muerta. Los gatos a la caza de los topos. Los manzaneos que yá s'atopen vieyos. Los bidones la lleche na cuneta. La niebla llevantándose con calma. Les gaviotes de Peñes alborotando. Un neñu que s'allexa en bicicleta. El ruíu la cacía al mediudía. Les fabes esguilando poles vares. Los balcones abiertos, les alfombres. Un balagar na claridá de xuliu. Una lata d'aceite con xeranios. Antromero coles xanes n'arena. L'alma blanca de Lluanco hasta la playa.
(La Nueva España, 4 febrero 2007)

Palabras en obras




AURELIO GONZÁLEZ OVIES
Palabras en obras, veladas por los lienzos de los restauradores, que posiblemente no serán nunca expresiones definitivas, con las que referirnos a lo repentino y olvidadizo. Desconfiadas de lo que decimos, apartadas de la ideología y los ismos gremiales de los diccionarios. Dadas de sí por el uso y las modas, traicionadas, vacías y pesarosas, arrepentidas de haber arrendado su eco. Arrepentidas de haber manifestado lo que no debieran ni representan.
Existen palabras como frascos de esencias muy vetustas, que al ser destapadas nos aturden. Como candiles, para facilitar el acceso a la noche y a los desvanes de la memoria y el abandono. Como estampidos, para acobardar a los furtivos que merodean nuestra soledad y nuestras convicciones. Como aguaceros, para los ciclos de sequía y sed. Como cielos despejados, sin nube alguna, para creer que somos verdaderamente felices. Como sangre inesperada y golpes terribles, para aceptar que nos debemos a los contratiempos y a la desdicha.
Al menos, con las palabras que suben a mi voz, muero paulatina y decididamente; vivo en frágil paz y en desorden, contrarío la voluntad de los jerarcas, desoriento suspicacias, tergiverso el automatismo, improviso rumbos y contingencias, redimo represiones, blasfemo y atento contra mi actualidad y sus desastres, contra mi existencia y su superficialidad y sus sacrílegos alfabetos. Con las palabras, al menos reflejo mínimamente la sombra de lo que soy (La Nueva España, 30-07-08).

lunes, 10 de octubre de 2011

¿Dónde el tiempo?


AURELIO GONZÁLEZ OVIES
Me confunde esta luz de primavera con que se extinguen los meses de febrero y marzo. Me confunden las estaciones, los días y los años. La prontitud con la que todo se posa y vuela de mis manos. La distancia que me acerca o la cercanía que me aleja a quien soy, a quien he sido. Vivo en mi confusión, lo confieso. Lo que es hoy me suena muy desconocido, muy apremiante, lo que se vuelve ayer me parece muy indeterminado. Deambulo entre el vacío y la ceniza, entre lo desconocido y lo transitado, y sin embargo, tengo la certeza de que nada, en ese camino entre lo andado y lo inexplorado, nada me ha reconocido como suyo. ¿Nada? ¿Cuánta verdad cabe en nada? ¿Nada es vacío; todo lo que acontece es, al fin y al cabo, nada?

¿Dónde el tiempo? ¿Cuándo empieza, cuándo nos acaece, cuándo termina? ¿El olvido y la ausencia son tiempo? ¿Hay tiempo en los espejos o en las corrientes o en las sombras; o tan sólo transcurre a ritmo humano? ¿Por qué nos duele el tiempo si apenas nos atañe, por qué nos hiere? ¿Si dispusiéramos de más tiempo, de todo el tiempo, entenderíamos el amor de igual manera; esperaríamos con igual intensidad; nos afanaríamos en idénticas torpezas; erraríamos tan a menudo; mataríamos tan ligeramente? ¿Dilata el tiempo? ¿Por qué el tiempo en el dolor y en la tristeza sobreviene tan largo, tan disperso; por qué el tiempo del sufrimiento se desliza tan lento y tan abandonado? ¿Es tiempo el hielo, cómo contar su detención, cómo medir sus lapsos?

¿Era yo aquel muchacho que hace tan poco ¿poco es mucho? andaba por los prados, descalzo e impreciso, enamorado de grillos y libélulas? ¿Soy yo aquél que camina de la mano de una mujer gordita y no muy alta, que sentía pavor por culebras, en busca de moras y de manzanilla? ¿El que ayuda a su padre, casi todos los domingos, entre cotón y grasa, a reparar motores y limpiar piezas, era yo, lo soy? ¿Soy yo ése de la raya al lado, el que lleva unas galletas de coco en la cartera y se dirige a la escuela como quien va a un suplicio? ¿Es el mismo viento el que me despeina, las mismas nubes las que cruzan desesperadas el cielo de esa mañana de mayo? ¿Es algo lo mismo, alguien siempre él mismo?

¿Quién canta, como desde muy allá pero aquí, a mi lado, ‘agora non, mio neñu, agora non’ y me acoge en su regazo y me acaricia el pelo? ¿Son tiempo de verdad, tiempo otra vez, tiempo nuevo los espacios que nutren los recuerdos; o acaso recordar es, a fin de cuentas, desperdiciar el tiempo real? ¿Realidad y tiempo coinciden, se corresponden? ¿Hay realidad al margen del tiempo? ¿Lo que ya no recuerdo para qué ha sucedido, qué volumen ocupa en los relojes de mi dimensión? ¿Cuánto mide un año; cuántos centímetros median entre la actualidad y el después? ¿Quién dice mañana, a qué amplitud se refiere? ¿Ayer depende de una noche? ¿Una sola noche nos separa definitivamente de todo este presente? ¿Qué cortedad determina el presente, cuánto pesa, cuándo pasa?

¿Por qué persigo en los sueños el tiempo consumado, por qué retorno una y otra vez y siempre a mis muertos y los contemplo y veo cómo suben, plácidos, eternidad arriba, con sus perros antiguos, y observo cómo abren las puertas de su casa, y los llamo y me escuchan y vienen hacia mí con sus brazos abiertos, sonriendo, con salud y ropas de humo? ¿Soñar es también tiempo? ¿Permanecen en mí, más dentro, los sueños en los que acaricio ilusiones, son más míos que todo lo que pretendí atrapar inútilmente?

Sé muy poco del tiempo. Apenas nada. Conozco su erosión, su fuga, sus lesiones. Con un paso desde ahora hacia adelante llego al futuro, que no es más que un escaso momento, un ya y un nada; un paso hacia atrás ya no es viable, menos que después, menos que nada… (La Nueva España, 26-03-08).

Recuerdos de lo que olvidé


AURELIO GONZÁLEZ OVIES
Aquellas mañanas de frío y de miedo a que me sacaran a recitar reyes y ríos de España, frente a un viejo mapa, con una regleta. El viento y la lluvia, contra las ventanas, y las espineras, gigantes y corvas, luchando en la noche en plena galerna; y un misal antiguo sobre la mesita. Y mi tía abuela rogando a Dios y a todos los santos que aquello no fuera el final del mundo, que no nos ahogara un nuevo diluvio, rezando una salve, recordando al cielo que posiblemente viniera otra guerra.

La otra mañana ¿del sesenta y ocho?, en la que Jesús se colgó del árbol. Y a mí me llevaron a los Abanales y dormí con él, con su cuerpo frío, mientras esperaban por la funeraria, la última siesta. Y las tardes grises, en casa Vicente, cuando me subía al hórreo y veía Bañugues tan lejos, después de los pinos de por Entrerríos y una curva triste de la carretera. Y las largas tardes, en casa el Zamarru, yendo cada poco hacia la portilla, por mirar si alguien llegaba a buscarme, antes de la hora crucial de la cena.

Y la fiebre súbita que me hacía soñar que el techo bajaba, bajaba y bajaba, caía sobre mí; y olía por momentos el vaho de eucalipto que me colocaban en el cabecero y el que habían cocido en una tartera. Las lóbregas noches que no se acababan, huérfanas de luz tras una tronada, entre el fuego débil y el chisporroteo de una o de dos velas.

Y las otras noches en que no cabían más desconfianzas: el corretear de ratones jóvenes por entre las vigas de nuestro desván y el rodar dormido de los viejos trastos o de las patatas; el murmullo rítmico de alguna gotera. Y el pensar frecuente, como una costumbre, que todo tendría un final muy próximo -qué extraño en un niño y, sinceramente, qué rabia y qué pena-: los seres, los perros, la casa y el seto, la fuente y la higuera.

Y todos los otros temores constantes: el dulce pecado, pecado bendito, acechante siempre, la duda continua, la aprensión diaria, el recelo absurdo, la inútil sospecha. Y el pasado vacuo pesando en los hombros -qué raro en un niño y, sinceramente, qué larga condena- con sus sacos llenos de melancolía por lo que aún no había ni surgido apenas.
(La Nueva España, 10 de noviembre de 2010)

domingo, 9 de octubre de 2011

Lejano yo


AURELIO GONZÁLEZ OVIES
¿Cuánto tiempo ha pasado desde que yo no siento tan honda y limpiamente la amplitud del verano ni me paro a observar el verdor de las hojas ni me siento tranquilo a la sombra de un árbol ni me adentro sin premuras ni heridas por los viejos caminos que tanto he caminado? ¿Cuál fue el punto de fuga, el momento preciso de tan definitivo desencuentro? ¿Queda todo perdido o subsiste incólume e inasible en las esplendorosas campiñas de la infancia?
¿Dónde me habré abandonado por vez primera, dónde me habré mudado y dejado mi ser como dejan tirada las culebras su camisa ya vieja? ¿Cuánto hace que no siento la honesta frescura de la brisa ni me asomo a la mar y lanzo piedras al eterno afán de las mareas? ¿Cuánto que no me abrazo con el cariño antiguo ni me pregunto, con sincera mirada, qué es lo que quisiera, qué busco, que no sueño, por qué me alejo tanto de mí mismo? ¿Qué espero que no haya sucedido, qué no ha sido de lo que yo esperaba?
¿Me parezco ahora en algo a aquél que cruzaba los prados protegido, agarrado a la maternal mano de Remedios; algo a aquél que andaba por entre la cintura del maíz arrancando las barbas para trenzar bigotes de mentira que pegábamos con jabón en la niñez de nuestras caras? ¿En qué a quien le entusiasmaban las charcas y los juncos y los abrevaderos, donde pasaba tardes enteras, entre tritones, musgos y renacuajos ágiles, con un colador roto y una lata?
¿Cuánta distancia queda hasta sus ojos nítidos, hasta su corazón sin desconfianza? ¿Por qué nunca más vino a trepar las higueras y a esconder las luciérnagas en cajas de cerillas? ¿Por qué jamás regresa en julio, hacia el ocaso, echado entre la hierba en lo alto de los carros tirados por las vacas? ¿Qué hay en los tendejones antiguos de su vida, qué queda de sus gomeros y de sus zancos, de sus trabucos de madera y sus chanclos gastados y sus botas de agua?
¿Qué parte de mí será más firme, qué fracción de lo que era y cuál más cierta de todas las que fueron descosiéndose o defraudé temprano o deshojaron prontas antes de que yo las desprendiera o dejara olvidadas entre cantos de cucos, manzanilla, malvises y los cables tendidos por las arañas del tronco del laurel a cualquier rama? (La Nueva España, 19-05-10)

Trino ancestral



AURELIO GONZÁLEZ OVIES
¡Ay de lo que no se ve y no se escucha en este fabuloso jardín nuestro! Aquí, donde todo es posible y evidente: origen y acabamiento. Cuánto darían por permanecer a la sombra los artífices de la luz, los obreros de los reconocimientos y las nombradías! Porque todo se olvida igual que se nombra, y ellos lo saben.
En este fabuloso jardín nuestro existe un pájaro que en-canta, pero nadie lo ha contemplado. No se plasma en los catálogos ornitológicos ni en los inventarios acostumbrados, mas entusiasma y pervive. Dicen que a ninguna otra especie imita y que, de atardecer en atardecer, surge como una partitura de silencio e inunda los valles. Y que hay quien, a pesar de ignorarlo, lo venera.
Adivinan que no frecuenta ramas altas ni árboles autóctonos. Censuran, en términos de ave, su altivez y su insolencia. Analizan su trino, presagian su amplitud, comparan su dulzura. Escriben sobre él tratados y estadísticas. Especulan su reino y su genealogía. Y hay quien si lo apresara, sin apenas tentarlo, lo envenenaría.
Comentan que es un género adventicio. Que incomoda. Que no merece un credo ni un paisaje ni una jaula. Pero en este fabuloso jardín nuestro es todo muy puntual, a su debido tiempo; y en ocasiones transcurren miles de años, cientos de paradigmas y no suceden un módulo insólito ni un siglo (Hesperya, año 2007).

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sábado, 8 de octubre de 2011

Dedicatoria



AURELIO GONZÁLEZ OVIES
Para mi tierra y mis gentes, un poema elevado sobre la salud y la longevidad, con bellas vistas a la eternidad y multitud de senderos por entre girasoles y espigas dóciles. Rodeado de mar y de escarpados litorales que impidan a las naves del infortunio y a sus contrabandistas atracar en sus límites. Un poema donde la vegetación sea tan espesa como la niebla de mis primeras mañanas en el mundo y los fértiles arbustos deshojen abundancia al borde de la necesidad, y desprendidas aguas surquen la sequía. Para mis gentes y mi tierra, un volumen inacabable de naturaleza y aire puro y talante pesquero y vigor campesino.

Para la Tecu, enunciados portentosos y fundadas verdades que soporten las monumentales curvaturas de la existencia; resonancias de la fe antigua y sílabas no desencantadas, para recomponer los nombres y los propósitos. A Beru, extensísimos versos de plantaciones al sur de la primavera, con barandales y cenadores por donde trepen los rosales y la ensoñación, con aves brillantes, esbeltos cormoranes y sabrosas connotaciones. Al Mico el interior del silencio, los arrecifes de la soledad y el fondo esmeralda de la discreción. Para el Lulillo un puente levadizo desde los sólidos paraísos perdidos a la resbaladiza superficie de la actualidad, en la que jamás ha querido instalarse con su equipaje de soñador.

Para el Cuxa, arpones de idioma que impidan a la edad, como a un pez carnívoro y letal, sumergirse en sus piernas y devorar la agilidad. A la Bis, cláusulas de fantasía con palacios humildes, fuegos encendidos y mucho viento en los balcones de su pasado continuo. Para Biusco, manuales imposibles donde una débil realidad se imponga sobre la tropelía acostumbrada en que vivimos. Para Gelinos, romances de nordeste y maizales altos alrededor de agosto, con gusto a sal marina. A la Trucha, rimas minerales en las que pueda extenderse al sol, como una lagartija, desde el verano de mil novecientos sesenta y tres, al fondo de Bañugues. Para la Gus, una ocasión de mentira, henchida de posibles verdades y de la pubertad más duradera.

A la Geisha, una estrofa apacible, al borde de un molino, con el rumor de un río, donde reflejen por siempre la claridad de mayo y los jóvenes rostros desaparecidos. Para Aurora, un manzano con sombra frondosísima de media tarde y un balancín y un libro y la edad en que aún no sabe lo que aguarda. Para Manolo, verbos espaciosos y alegorías llanas por las que pueda transitar hacia sus metas diarias. A Men, un vocablo encalado, con parra y uvas púrpura, en cualquier acantilado del mar Jónico. Para la Rapo, gramáticas ilícitas y consonantes libres, estilos apátridas, miel de genitivos y emociones calcáreas que fortalezcan sus huesos de cítara. A Eugenia, el clima de la palabra Extremadura, y todas las palomas mensajeras que anidan en los alerones de la melancolía.

A María Olga, fíbulas con salmos de oro sobre los que indagar la fonética del tiempo, las sucesivas hebillas de las concordancias y las contraindicaciones del lenguaje antiguo. A Julius, cantigas de Corias y territorios donde maduren sin prisa las pavías y los racimos de la amistad. Para Elena, abrecartas bruñidos que rasguen el quebradizo embalaje de los fósiles. Para la Piterita, agua de lluvia contenida en un adverbio inédito, muy cerca de donde no está permitido arrepentirse. Para Bichitte, caracolas con el susurro del Sena y la beatitud que trasluce en los húmedos muros de las catedrales. A Elisa, la fisonomía del humo y el cromatismo de las horas extraordinariamente hermosas. A Nori, patrones de poemas y dobladillos de voces impredecibles. Para Sibila, un tren de perezosos vagones resplandecientes que no abandone jamás los aromáticos setos de la infancia. Para María toda luz que se enciende cada vez que pronuncia una palabra. Y un abrazo trirreme desde mi norte hasta sus océanos de constancia.

Para mis muertos, mullidas letras y abecedarios de plumas en los que recuesten sus músculos mientras me esperan. A todos vosotros, los que me amáis o me mostráis indiferencia, los que me escucháis o me dais la espalda, a todos, lo más duradero de todo aquello de lo que nada es para siempre. (La Nueva España, 21 de mayo 2008)



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Preludio de primavera


AURELIO GONZÁLEZ OVIES
  Ojalá nunca aturdan la agilidad de tus alas y llegues siempre puntual a los terrenos de la Tierra. Y te sigas posando sobre la superficie de las flores, con la sonoridad de tus tonos silvestres, en el ramaje de los árboles, en las orillas de los ríos, en el plumaje de los pájaros más nuevos, en los comienzos de los frutos, en la blandura de los brotes, en la simplicidad del césped.Nunca se le dé al hombre por encerrarte en sus vidrios caprichosos, en sus viciosas urnas, y desglosar tu luminiscencia ni averiguar tus fértiles partículas ni analizar el polen de los repartidores dadivosos de tus trenes. No te conmuevan sus promesas, no te persuadan sus ofrendas. No quiera tutelarte para destruirte, preservarte para romperte, resguardarte para extinguirte. No envidie tu libertad y tus cíclicos aconteceres. No pretenda aniquilarte con la excusa pacífica de protegerte.Sea mayo el preludio de tu lento desenlace, abril el andén de tu simiente. Marzo, por los años de los años, el espacio de tus detonaciones en la rubia presencia de las mimosas, en la brisa que sueltas, fresca y limpia, con sabor como a sed y adolescente. Sean tuyas, tuyas sólo, las tardes más hermosas, la claridad del cielo y el canto conyugal de los jilgueros. Tuyos los repechos de prímulas y musgos en las proximidades de las límpidas fuentes. Para ti la espesura de los helechos tiernos y el silbido del mirlo en la concavidad de los amaneceres.Vengan contigo el ensueño de la rosa, tan dócilmente fugitivo; la timidez brillante de los lagartos, el «dulcemargor» del pomelo y del arándano, del níspero y de las cerezas. Seas eternamente quien fuiste y, de momento, eres: la esparcidora de orígenes y de esplendor, la iniciadora de la naturaleza. Sigas con tu empeño en las crisálidas, en las vísperas de los escarabajos y las luciérnagas. Prohíbe que te amputen, no los dejes.Ojalá no posesionen tus milagros, ojalá no estanquen tus desbordamientos, ojalá no se apropien de tus iniciaciones ni de tu voluntad ni de tu verde. Ni de tus bayas carnosísimas ni de tu maternal benevolencia ni de los cereales que disperses. No permitas jamás que los humanos manejemos tus épocas ni decidamos tus turnos ni soltemos tus reinas, tus avispas ni fabriquemos panales ni nos entrometamos en la íntima razón de tus esquejes. No lo vean ni tu independencia ni nuestras presunciones insolentes (La Nueva España, 24-03-10).

Epitafio


AURELIO GONZÁLEZ OVIES
Caminante, si cruzaras por Viodo, detente allí un momento, al final de un camino, entre los campos verdes y los muros muy blancos de un solo cementerio. Allí descansa el nombre de Luz Ovies Quirós, grabado sobre un mármol que atesora sus restos. Párate y en sus flores, aunque sea silvestre, deposítale un beso.

Era una mujer calma, con manos como fuentes, con hondura de océano. De palabras afables, de paciencia bisiesta, resignada y con rasgos de doctrina en sus gestos. Una mujer corriente, de estatura pequeña, de apacible sonrisa, tan sencilla por fuera como humana por dentro. En ella estaban todos los puntos cardinales. La despedida triste, la ilusión del regreso. En ella yo miraba y, como un pescador atrapado en la noche, me orientaba en su cielo. Su perfil, horizonte; su voz, tierra muy firme; su fulgor, firmamento. Me dio el ser y la carne, los sentidos, la sangre y el aire que respiro. La llamaba mi rosa de los vientos.

Le gustaba soñar con el mañana, tal vez porque su hoy nunca existió, quizás porque jamás pensó en sí misma, pues de tanto entregarse, ya no sabía hacerlo. Nunca cerró sus brazos, nunca guardó rencores, nunca envidió lo ajeno. Admiraba las frutas y las dalias, el cantar de los pájaros, el olor de la higuera y en otoño, decía, que le nacían olvidos en el pecho.

Hace ya nueve años, pero en mi corazón es julio casi siempre, como si aún ahora le cerraran los ojos, como si todavía no fallara su aliento, como si desde entonces no transcurriera el tiempo de mi vida, o aconteciera desde entonces huérfano.

Si pasas, caminante, no retrases tu rumbo, no es necesario que hables. Agradecía el silencio. Seguro que tampoco allí molesta a nadie, seguro que es discreta, querida entre los muertos. Deséale quietud y sigue tu trayecto.

Asturias



AURELIO GONZÁLEZ OVIES
Asturias, si yo pudiera, si yo pudiera contarte. Si yo pudiera decirte, y pudieras tú escucharme Por donde quiera que miro, por donde quiera que paso, no veo más que vacío, no piso más que pasado. Montañas que nos aíslan, caminos prejubilados, bosques enfermos de sombra, campos que ya no son pasto. Herrumbre, ruinas, raíles; carrizos, barro y barrancos.
Aldeas donde el olvido sangra por todos sus caños, veletas desorientadas en el vano del tejado. Rosas silvestres que afirman la soledad de los marcos; gallinas que picotean del abandono los granos. Manzanos vivos de muérdago, vestigios de espantapájaros. Corredores donde esperan a sus difuntos los gatos. Bardales, zarzas, retamas; rodadas, berros y cardos.
Paneras donde agonizan las vértebras de los carros. Razas rurales que arriendan su identidad y sus sábados. Riqueza traicionada por subvenciones y pactos. Región para cazadores y dos osos amaestrados. Linderos que no limitan sino con los avellanos. Ríos de seca corriente, por más que sigan bajando. Abrevaderos, tritones, águilas, cuervos y grajos.
Comarca museizada en trisqueles y urogallos. Verde poeta a derroche en dípticos y calendarios. Tierra para telarañas y lamentos de venados. País con la lengua rota, trozada por artesanos. Tradiciones enristradas en vigas y diccionarios. Aire por el que ni surcan las crines de los caballos. Barrenas, frío, barbecho, terrones, cuadras y páramos.
Jóvenes aves que vuelan en pos de un cielo más claro. Espacio que no soporta su tanto espacio parado. Concejos que nadie habita más que la luz y los tábanos. Ancianos que se adormecen en los asilos urbanos. No sé, tal vez me equivoco, quizás fui siempre un romántico. Tal vez no pasan ni miran, por donde yo miro y paso. Asturias, si yo pudiera.Te vale más no escucharlo (La Voz de Asturias, 13-09-08).

El infinito es frágil como el amanecer


AURELIO GONZÁLEZ OVIES
El infinito es frágil como el amanecer y alguna tarde sube a la lenta canción de las campanas. El infinito es, pero no está. Pudiera, acaso, ser puro recuerdo. O un amante imposible de la tierra. O conjetura o perspectiva o droga dulce o palidez o compás o plumier con pinturas de cera o tajalápiz o pozo de agua o luz.

Pero es nada y es todo supersticiosamente. Funambulista, humo, caparazón, simiente, visillo, sobredosis, meteoro, molino. El infinito siente temor algunas noches. Y quisiera que un beso le cayera en la frente o que una madrecita le dijera al oído: duerme, no temas, sueña.

Y entonces el infinito sueña que es algo pasajero, fugaz como una prenda humana. Que es algo semivivo, como un cuerpo. Que es algo susceptible, como un hilo. Sueña que es algo muy sencillo, como un día, o una historia, un lugar, una palabra, un vuelo, una tristeza. Y al soñar algo de todo un poco, comprende que de nuevo es ya lo que no quiere.

No quiere ser infinito.

Y quisiera morir en las enciclopedias o en las barbas azules de los filósofos. Y quisiera morir en su casa natal. Y quisiera morir pretendiendo un deseo. Y quisiera morir conociendo una rosa. Y quisiera morir. Morirse de infinito. (La Nueva España, 1-10-08).

El infinito es también un pecado


AURELIO GONZÁLEZ OVIES
El infinito es también un pecado y un castigo y virtud de pureza. Y no duerme entre frutas como los dioses. El infinito está sobre todas las cosas. Y en las pinturas púrpura de Pompeya y en los gatos que comen el invierno y en la lentitud inasequible de las funerarias. El infinito es menos que nosotros y no posee cuerpo ni alma ni tristeza ni anillos ni mirada. El infinito vuela en escobas de palo. Y existe desde el origen como los cuentos.

El infinito tiene mitad por todas partes y vive de colores y formas infinitas. El infinito es hombre y mujer y caballo y festón y componente rítmico de los jilgueros. Pero por todas partes el infinito es sombra.Y no puede expresar sus sentimientos ni estar bajo esas noches que merecen la vida. Ni mirarse en la paz del agua de la mar del cantábrico en calma. Ni pasar por los puentes dorados del verano. Ni subirse a los trenes. Ni plantar un otoño.

Ni sufrir tan siquiera.
El infinito es menos que algún pájaro azul. Y habita en las espinas de los barcos que han muerto y en las casas cerradas para siempre. El infinito huele como los libros viejos. Y alumbra todavía con carburo. Y quisiera tocar las cuentas de un rosario.

El infinito nace donde se esparcen las cenizas




AURELIO GONZÁLEZ OVIES

   El infinito nace donde se esparcen las cenizas. Y en su silencio se desenvuelven víboras. Nuestras dudas son limitación del infinito. Nuestra lengua no tiene tantos adverbios como su hábitat. Hacen falta insectos para alcanzar el infinito y tambores y cúpulas y centros y fenómenos y fugas y circunstancias. El infinito es tan impersonal como la cuarta persona y comporta un sujeto de vacío centauro. Hace falta salud para entender el infinito. Y que la sintaxis asuma su nostalgia.
    El infinito ruega por nosotros y se parece un poco a la noche del cuarenta y tantos de noviembre y al lejano ladrido de los perros y a la sensualidad de los veleros. El infinito es un número subjuntivo, es algo más que el dos pero no llega al tres y sobrepasa. Es número ilegítimo, fruto de la inconsciencia y los dibujos gigantes y mágicos y hermafroditas de los niños.
    El infinito a veces siente pena y llora como los monarcas en su grandeza. Y sueña con ser algo. Sueña con ser materia o forma o hebra o tren o lazarillo o fiesta o rey de espadas. O gondolero o caserón o lápiz o libro viejo o línea o filarmónica o papel de regalo. O estado infinitivo como los presos. El infinito desconoce las llaves y no recibe cartas. Y quisiera ser litro o sedimento o configuración o esfera o zapato de príncipe con cordones de oro. O una historia de amor que se acabara.

Madrugadas de Octubre




LA VOZ DE ASTURIAS
08/10/2011 00:00 / Aurelio González Ovies
Estas mañanas de otoño, de lo que permanece del otoño, en poco se parecen a las que yo he vivido. En nada, sino en la lenta luz que traspasa los setos y hace fulgir las gotas del rocío que porfía. En nada más que en esa ‘ocritud’ que invade pusilánime las copas de los álamos y los castaños. En nada a no ser en la impalpable presencia de algo muy semejante a una desbandada, a un final desiderable y tardo. A no ser en las pláticas de los ‘raitanes’ que se posan aún en los cables de octubre y escucho todavía como un a ser diminuto que avista un gran milagro. Excepto en los ovillos de niebla que destilan, a lo lejos, las aldeas que bullen y madrugan.

Estas mañanas de otoño en las que me levanto con cierta hipocondría y ya desde muy pronto me siento un ente solo en medio de la tierra, al borde de unas horas, me obligan a pensar que sólo persevera intacto y puramente lo que el hombre no toca, lo que ignora y desprecia por impotencia acaso; aquello que adivina que no alcanza y relega y olvida para siempre con desprecio de humano. No más que las exactitudes libres e incorruptibles, los incorpóreos atlas de la luz, la voluntad del sueño, las aspas del ciclón o el ímpetu del fuego.

Estas mañanas de otoño me confunden. Una acidez extraña me despierta a menudo y algo deshoja en mí, algo se hunde muy cerca de mi respiración, justo donde reciclan el corazón y el vértigo. Y, como el niño que era, vislumbro que me aplastan la oscuridad y el peso. Que me sellan los ojos con angustia a destajo, que me obstruyen la boca con un chorro de espanto. Que una fiebre exaltada me aminora, hasta el punto de ver cómo me escurro entre mis propios dedos y me escucho filtrar con la fútil finura de un hilo de ceniza.

Estas mañanas son un indicio certero: nunca descifraremos lo que dicen los pájaros cuando surcan el aire, ajenos a nosotros, tenacidad arriba, como rumbo a un destino -qué distintos al hombre que se mata y los mata- muy querido. Nunca lo que chispea altísimo, entre los astros, en estos amplios cielos de noches tan templadas. Jamás por qué siguen surgiendo los ríos y las fuentes con transparencia sólida; por qué no se han tragado tras tanta tropelía; por qué nos son tan útiles aún con su frescura. O por qué en un deshielo de coraje no bajan y revientan el mundo.

En poco se parecen a octubre estas mañanas, mas son mañanas frágiles y saben a corteza de humo campesino, a convicción rural, a incertidumbre en rama y de esta voz de liquen han caído estas hifas sin valor ni sustancia.